Ojos que no ven… ¿Gafas de Google?
Las emociones son una fuente de conexión. Todos tenemos una forma distinta y personal de relacinarnos con ellas. ¿Puede la tecnología de las gafas de Google, entre otros, facilitar nuestras relaciones?
En este post me apetece hablar de miradas, de tecnología y de emociones. ¿Puede, el progreso traernos unas efectivas maneras artificiales de convivir emocionalmente con los demás? ¿Sería suficiente, útil y fructífero el uso de la nueva app para las Google Glasses para que generaciones posteriores tuviesen una sana vida emocional? ¿O podrían las gafas convertirnos en más ciegos que nunca, al no entrenar nuestra «vista emocional»? Emociones y miradas, hoy en Por el camino azul.
Las emociones son vistas de diferente manera en las distintas culturas. Dependiendo de tu naturaleza y la educación emocional que hayas recibido, tendrás una mejor o peor relación con ellas. Dicen que las necesidades mayores de un ser humano son el amor y sentirse comprendido. Tal vez por ello sea tan crucial para muchos poder lograr tener la certeza de las emociones de los demás y su alcance.
Reconocer las emociones es una acción que nos despierta a su vez distintas emociones, dependiendo de nuestra capacidad para leerlas en los demás, también en nosotros mismos, dependiendo de la importancia que le demos consciente e inconsciente a esas emociones y a lo que ellas conllevan.
Como persona curiosa de la conducta humana, he encontrado siempre muy estimulante, tal vez por mi afición literaria, el mundo de las emociones, cómo éstas se muestran, se entremezclan, se camuflan, se difuminan, cómo pasan a veces desapercibidas simplemente porque nuestros ojos, o nuestras propias emociones, no nos permiten verlas con claridad, menos aún compartirlas, comprenderlas, asimilarlas.
Parece ser que Google tiene una solución para ello: una app para sus famosas gafas. No voy a negar su utilidad para personas con serias dificultades a la hora de centrarse y/o descubrir las emociones de los demás de forma efectiva, como quienes padecem Síndrome de Asperger o alexitimia, o quienes no hayan disfrutado de una educación emocional sana o efectiva. No obstante, la idea de que personas con habilidades y capacidades dentro de la media pasen de aprender a convivir con las emociones propias y ajenas para mirar a través de las Google Glasses haciendo uso de la mencionada app me resulta incómoda.
Llevar unas gafas que me den pistas acerca de las emociones de la persona que tengo delante, quizá sus intenciones, quizá sus capacidades… me trae a la mente a Vegeta, de Dragon Ball y aquellos brutales combates en los que parecía que no iban a quedar ni las cucarachas…
¿Serían útiles para la humanidad, verdaderamente, estas gafas? ¿Conseguirían acercarnos más o, por el contrario, el hecho de saber que la otra persona puede, mediante el chivatazo de su app, saber qué sentimos nos llevaría a despertar recelos, inseguridad y menos contacto interpersonal por miedo a la reacción que pueda tener la otra persona ante nuestras emociones, las que conocemos y las que viven en nuestro subconsciente?
Llegados a este punto, no puedo evitar recordar la película Wall-E, en la que los humanos que están en un eterno crucero esperando a que la Tierra vuelva a tener posibilidades de repoblarse, montados eternamente en una suerte de vehículos-cama, ante pantallas que les inhiben de tener relaciones espontáneas con los demás, diría que con ellos mismos, y sucumbiendo ante la más pura vagancia… hasta que sus circunstancias cambian.
Por otro lado, ante la presión que supone al parecer dentro de la cultura japonesa el tener que mantener sus emociones a raya, un señor de dudoso gusto inventó unas gafas horrorosas (al menos en lo estético), que sirven para camuflar tus emociones cuando éstas son propensas a pasarte malas jugadas. Lo cierto es que estas gafas podrían tener su gracia ante situaciones en las que quieras disimular, como cuando estás tramando una fiesta sorpresa a alguien especial o cuando te encuentras en una situación de esas en plan «tierra trágame»… ¿jugando al pócker?
Seria curioso verlas interactuando, dos personas, con sendas gafas, frente a frente… como dos pistoleros en un western, lanzándose miradas a través de sus cristales, jugando al gato y al ratón.
No negaré que muy probablemente si tuviese la oportunidad de probarme unas de ellas, de las «lectoras» o de las «camufladoras», no la desestimaría. De hecho, estoy más que segura que me las colocaría gustosísima y me pondría manos a la obra con mis propios y espontáneos experimentos. Del mismo modo que no negaré que, una vez puestas, no podría evitar echar un vistazo por encima de ellas. Justo como cuando jugaba con unas gafas viejas de mi Abu que, debido a su graduación, daban la sensación de que había un desnivel en el comedor de su casa…
Terminaría, a buen seguro, desechándolas pasado un rato, pasada la novedad. Porque una de las cosas que más me gusta acerca del misterio de las emociones y cómo estas se transmiten, incluso sin querer, es esa divertida investigación que supone fijarse en esos pequeños detalles que nos aportan la información para determinar qué emociones brollan de nosotros y nos envuelven. El uso de una palabra en el lugar de otra, un picor en la nariz, el tic de ponerse el pelo tras la oreja, un traquetear de dedos sobre la mesa, un esquivar la mirada, una respiración más contenida de lo habitual, el rozar de un boli en la boca…
En cierto modo, supongo que ya tenemos una suerte de gafas emocionales, todos y cada uno de nosotros, fabricadas a través de las experiencias vividas, aquello que hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestros años de relaciones con nosotros mismos y con los demás. Cada uno tiene las propias y se atreve, si quiere y se lo permite a sí mismo, a customizarlas con el aprendizaje vital de quienes le rodean. Cada uno, si quiere y se lo permite a sí mismo, puede mirar a través de ellas, dejándose influir por el color de su cristal, o puede jugar a mirar por encima, mitad y mitad, o sin cristal intermediario… Puede incluso jugar a ponerse las gafas de los demás y descubrir, así, que la vida de los demás, las emociones de los demás, van mucho más allá de lo que podríamos ver sin emplear nuestra empatía.
Todas mis vivencias referentes al aprendizaje emocional, y aquellas interminables y vigorizantes charlas que mantuve con mi madre en mis años de máximo aprendizaje, cuando la inteligencia emocional era un concepto, como tal, aún por descubrir por mí… todas aquellas investigaciones profundas con mis amigas, tratando de averiguar si nuestros amoríos adolescentes eran correspondidos y, de ser así, en qué medida, con diálogos surrealistas, románticos, y, sobretodo, ensoñadores y divertidos… todas esas conversaciones con mis amigos en las que nos desvelávamos aquellos tiernos y jugosos secretos del pensar del sexo contrario, la lectura de textos biográficos o no en los que las emociones tenían un papel relevante, y tantas y tantas otras cosas, hacen que prefiera, al menos para mis ojos, unas simples gafas de lectura, unas gafas de Grouxo Marx, o unas a lo Lolita, con corazones, antes que ninguna de esas tecnológicas gafas de las que hablaba en párrafos anteriores. Ya que no hay nada más gratificante, para mí, que ese momento de compenetración en el que dos personas, sin artificios, con el simple juego de sus miradas, saben, sienten que conectan. Y sienten, a su vez, que esa conexión no es efímera, no es ficticia, no es forzada, sino fruto de este precioso caos, este misterioso y mágico mundo de las emociones. Este caótico, misterioso y mágico juego que es la vida.
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