Mi fortuna
En este relato-homenaje escribo sobre mi abuelo, en el día de su fallecimiento. Y su papel en que, pese a todo, me sienta afortunada.
Soy una persona afortunada. No tengo dinero. De hecho, tengo deudas. No tengo bienes tangibles que hagan brillar de envidia los ojos de nadie, creo. No obstante, insito: soy afortunada.
Soy afortunada porque, si bien tras haber sufrido sus efectos, he aprendido -de hecho, sigo aprendiendo- a dejar de enfocarme en aquello que no tengo, en aquello que me causa malestar, dolor, puede que incluso sufrimiento.
¿Crees en el destino, en que hemos venido al mundo por un propósito concreto? Yo sólo tengo clara una cosa al repecto: diga lo que diga el destino, si es que algo tiene que decir, de existir, me niego a creer que mi propósito, siquiera uno de ellos, sea sufrir. Es más: me niego, con vehemente sonrisa a colaborar en ningún sufrimiento.
Aún no he descubierto la forma de desterrar de mi mente o mi existencia todo aquello que me resulta negativo. Y esto no es un fracaso: lo negativo, a mi entender, forma parte de mi aprendizaje vital. Sin ciertas cosas no positivas, no hubiera adquirido conocimientos, no hubiera descubierto y redescubierto mi fortaleza, ni mi potencial, ni la verdadera importancia que tienen aspectos como la ilusión, atreverse a vivir o permitirte sentir mal.
De hecho, estoy muy contenta de haber descubierto que la vida es el único camino en el que tomar atajos, sobretodo en terrenos de suma importancia, como el emocional, es un ahorro, sí, pero un ahorro en crecimiento, un ahorro en el fluir, un ahorro en evolución… y, ciertamente, no me interesa.
Hoy es uno de estos días en los que a una le gustaría adentrarse en ese atajo y llegar directamente al momento en el que las cosas dejan de doler. Hoy me he levantado con la noticia de que mi abuelo ha fallecido.
La noticia llega tras meses de ingreso en el hospital y con muchas y muy diversas anécdotas. Un sinfín de besos y piropos y bromas y otra forma de relacionarnos, puesto que debido a su estado la mayor parte del tiempo no sabía quién era realmente yo.
Pese a que ha estado malito, no ha hecho sino pensar en los demás. En mí: «sa nina», «petita», «xata«… me recitaba poemas de amor o me echaba del hospital entre besitos porque nunca le ha gustado molestar y no quería que estuviese mucho tiempo allí y, al mismo tiempo, no quería que me enfadase por empeñarse en que me fuera.
Hoy, y en los próximos días, no obstante, no me toca buscar atajos, sino caminar a mi propio ritmo este lamentablemente ya conocido camino de aprendrer a convivir con la ausencia de un ser querido y con la presencia del recuerdo todas aquellas cosas que pude haber hecho mejor…
Hoy me toca recordar sus dulces palabras de meses atrás cuando pensaba que se moría y me preguntó si sabía que me quería y me recitó más poemas de amor… Hoy me toca recordar miles de sonrisas y risas y juegos y disfraces y teatros en aquella no lejana infancia -puesto que sigue viva en mí- en la que tuve la suerte de ser la princesa en su casa. La princesa y cuanto se me antojara ser. Porque se me permitió ser niña, jugar, imaginar…
Hoy me toca aprender a tenerle de otro modo, en los recuerdos, adivinarle en mis juegos de palabras, en mi humor verde, en mi besuconería ¿en mi cabezonería? Hoy me toca aprender a vivir con esta tristeza y a imaginar cómo le habrán recibido su mujer y mi madre, en su cielo.
Ese abrazo sin fin, esos besos, esas risas. Esos tres ángeles de la guarda que velan por mí, ya inseparables y divertidos desde su jardín de juegos.
Cuatro ángeles de la guarda.
Una convicción de querer y merecer estar bien.
Unos pasos que dar, míos y sólo míos, en los que descubriré más aún quién soy, cómo soy, cuánto de ellos pervivirá ya por siempre en mí, filtrado en el alma, entrelazado en ella quizá desde antes de ser.
Soy afortunada, sí… porque recuerdo lo afortunada que soy.
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