La Navidad es fantástica mientras eres niño y no te faltan seres queridos… ¿o no? Descubre cómo cambié el chip al respecto.
La Navidad puede ser una época dura de vivir, si te empeñas en verla como las fechas en las que queda más patente todo aquello que ya no tienes: seres queridos que se encuentran lejos o que ya no están entre nosotros, capacidad económica para hacer regalos como te gustaría… O aquello que, por el motivo que sea, consideras que tendría que formar parte de tu día a día y no lo está haciendo aún. ¿Piensas vivir una Navidad «prescindible», o piensas exprimir una en la que la creatividad y los sentimientos positivos peguen un puntapié al malestar, a la tristeza, a la crisis?
Cuando era pequeña, la Navidad era un rollo. Sí: era un rollo. ¡Un rollo que durara tan poco! La gente tenía tendencia a usar y/o abusar de mi color favorito: el rojo. Y estaban más pendientes que nunca de averiguar qué cosas te harían feliz
Yo no me recuerdo como una niña especialmente caprichosa, claro que no soy la persona más adecuada para ofrecer un relato objetivo sobre cómo era yo de pequeña. Eso sí, reconozco que fui una niña inusual: escribía cuentos de vampiros, disfrutaba de la compañía adulta y me pegaba atracones de clásicos de la literatura universal o de la novela negra. Con el único reclamo de que en la primera página del libro existiese una marca, señal de que Tata, mi abuela materna, lo hubiera leído primero. ¡Era disfrute asegurado!
En aquellos años, la Navidad consistía en reuniones con un montón de personas, familia directa e indirecta, que estaban contentas y que me hacían regalos, o tenían detalles conmigo porque había sido «muy buena», ejem… En verdad, debido a mi gusto por «buscar tres pies al gato», quizá resulté ser un tanto contestona o puede que un tanto borde, mientras intentaba encontrarle lógica al misterioso mundo de los adultos… Por supuesto que no comprendía dónde se hallaba el inconveniente en buscar tres pies a una criatura, cuando ésta tiene cuatro… Ya por no hablar de que se me escapara en un principio el porqué hay que decir «buenos días» por la mañana, en vez de poder asegurarlo a ciencia cierta por la noche… ¡Qué raros que eran esos mayores! Y veían impedimentos a cada paso, mientras los niños teníamos soluciones que ocupaban una frase, un reglón, quizá dos. ¡Aprende, Rajoy!
Sea como fuere, y continuando con mi infancia, fui a parar a una casa en la que me tocó en suerte una madre que supo identificar mis respuestas y, sobretodo, mis preguntas como hambre de conocimiento, y no simples ganas de ser el centro de atención. Así que, entre eso y que ella misma era una Wikipedia en la que jamás podrías leer «nadie ha escrito sobre esto todavía», fui degustando conocimientos y ellos me hicieron entrar en más hambre. Con todo ello, aprendí a jugar con las palabras y a ver a los adultos menos raros y más divertidos. ¡Una gozada, vamos!
Años después, falleció mi abuelo paterno, y ya las Navidades no volvieron a ser lo mismo. Y cuando falleció «la rubia», mi madre, la Navidad se convirtió casi en unas fechas que preferiría eliminar del calendario.
Sí, lo admito: ¡¡me convertí en el Grinch!!
Bueno, igual estoy exagerando un poco… digamos que muté la ilusión por abrir paquetes por la ilusión por empaquetar regalos y ver rostros de alegría al desvelar qué escondían los papeles de vistosos colores o dibujos infantiles. Soy de esas personas que empiezan a «perpetrar» un regalo con una antelación brutal, debo admitirlo.
Volviendo al tema de las Fiestas, descubrí que había perdido la capacidad de encontrar alegres estas fechas. No me resultaban interesantes, aparte de aquel instante en el que se descubría si había tenido éxito al hacer mis regalos. Más bien, como decía antes, ¡me apetecía robarlas de mi propio calendario! Despertaban unas enormes ganas de meterme en el DeLorean de Doc Brown y viajar hacia el 7 de enero siguiente. Claro que, de haber podido subirme a la máquina del tiempo de Regreso al Futuro, creo que no resulta del todo necesario que admita que iría de excursión, sin pensármelo dos veces, a esos años en los que no faltaba nadie y un palo de escoba adornado podía ser, con la magia de Tata, el mejor de los árboles de Navidad…
En este año al que estamos a punto de enviar al baúl de los recuerdos, he aprendido, desaprendido, reaprendido y puesto en práctica muchas cosas que han marcado más que un antes y un después. Han marcado en mi corazón un ritmo, unos sístole y diástole distintos.
¿Habéis escuchado alguna vez el latir de un corazón? Parece ser que, por muy sano que se encuentre este órgano, jamás posee un ritmo perfecto. Siempre tiene eso que en cardiología se llama ligera y normal arritmia. Yo le llamaría musicalidad. Digamos que estas Navidades, de este año inusual, mi mejor-peor año, he aprendido a bailar al ritmo de mi corazón, con su música tribal.
He decidido dejar de ver las Fiestas como aquello que no son, o quizá no serán (¡cómo puñetas voy a saber yo cómo serán?), he decidido dejar de tener en mente a quienes ya no están y lo mucho que les echo de menos. Y sí recordar y homenajearles con la vida y experiencias que me regalaron. Porque sí: ¡la vida es un regalo, chicos! ¡Y no consintáis que nadie ni nada os impida escuchar a vuestro corazón cuanto éste os lo cante!
Estaba determinada a despedir el 2013 con un patadón en el trasero y un brindis por aquello que estuviera por llegar el año próximo. Luego recordé aquello de «no hagas a los demás aquello que no desees que te hagan a ti».
Pensé que lo suyo era ponderar los acontecimientos de otro modo, al año en su totalidad. En mi balanza mental, no existe duda alguna: lo positivo gana, y de calle, a lo negativo. Ahora tengo claro que despediré el presente año con cordialidad, es más, me apetece despedirlo con amor. ¡Con un beso en los labios, de tornillo!
El 2013 ha sido un año en el que incluso mis peores momentos han resultado ser de lo más positivo. Sí que es innegable que ciertas cosas serán difíciles de recordar sin sentir el luto en el alma… Y, sin embargo son esas mismas, las que me han mostrado lo valiente que resulto ser. Lo fuerte que resulto ser. Y lo acertada que resulto ser cuando tomo de la mano a mi musical corazón y aquella practicidad que lo envuelve todo con los años. Cuando aprendes que:
La semana pasada os hablaba de los objetivos, de los propósitos de año nuevo. Mis propósitos, este año, no se esperaron a Navidad, nacieron con el verano. Todos mis propósitos estaban invisiblemente enlazados en uno: me propuse estar bien.
Desde entonces hasta ahora, he descubierto que, para estar bien, hay una primera casilla ineludible para todos nosotros. Una casilla que no podemos saltar, si queremos que ese «estar bien» no resulte tan endeble como un castillo de naipes. Esa casilla, no es la de salida: es la casilla L’óreal. Es la casilla «porque yo lo valgo». Es la casilla «porque me lo merezco». Y yo no me la pienso volver a saltar.
Con este post doy por finalizada la temporada 2013. Continuaré escribiendo, entretanto. Y dándole más y mejor forma a este blog en el que, como sabes, disfruto de tus aportes. Tanto es así, que te animo a sugerir y comentar aquello que te venga en gana.
Aprovecho este último post de 2013 para desearos no sólo unas Felices Fiestas y un Próspero 2014, sino que seais capaces además de determinar cómo os llenaría el año próximo y no dejéis de recordar que tenéis toda la fuerza y todos los recursos necesarios, y de sobra, en vuestro «almazen» («palabra maleta» que como fan de Lewis Carrol me acabo de sacar de la manga, y cuya definición sería: m. Dícese del almacén positivo, con cajones y baldas de colorines y olor a chucherías, que montas en tu alma sin pasar previamente por Ikea, si vives en un estado zen).
En mi carta a Papá Noel, pido que me regales tus palabras aquí abajo, en forma de comentario, rellenando el formulario de contacto que se halla arriba a la derecha, en mis redes sociales ¡por mail! No es necesario que acompañes dibujos, ni que lo envuelvas con papel de regalo… ¡aunque debo admitir que me haría ilusión!
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