Relato: «En tiempo de llorar»
Relato que habla acerca de la pérdida de un ser querido, y su eterno encuentro cálido en nuestros recuerdos y en nosotros mismos.
Esta semana comparto contigo un texto que lleva conmigo desde 2001, el año en el que viví la primera y más significativa pérdida personal: el tesoro de la compañía de mi madre. Desde entonces, aprendo a vivir y a madurar sin su presencia explícita y palpable. Adivinando en cada rincón de mis pensamientos, palabras y gestos, aquello de ella que aún perdura en mí. Adivinando a cada paso lo afortunada que fui y soy. Adivinando a cada paso la esencia de la vida, qué es importante, qué supérfluo. Qué convierte mi día a día en algo que merece la pena experimentar.
En tiempo de llorar
Son las ocho y cuarto, y regreso al mundo. Hoy ha sido un día más para olvidar. Un día de tremebunda nostalgia en el que a cada momento renacía un recuerdo para humedecer mis ojos pensando en ti.
Tu rostro, alegre tan a menudo, adado, prendido en mi retina, flotando en el aire, posándose en cada rincón de mi empresa, de la calle, de casa, del mundo… Y todos esos miles de pedacitos de pasado que huyen de mí, quizá tan sólo para no provocarme daño, restan embutidos en esta olla express que tengo por cabeza desde que te fuiste.
Me sigues y acompañas pese al tiempo y la distancia. No podría evitar jamás, de así quererlo, tenerte en calidad de luminiscente sombra. Creo que eres mi Sol, aunque siempre hayas sido para mí una compañía tan eficiente y estimulante como la Luna.
La calle es gélida, también hoy. El asfalto, insignificante. El camino a casa se expande sin cesar hasta que dejo de pensar en él.
Ya ha pasado otro día. Ya he matado otro día de los que aún me quedan por pasar sin tenerte a mi lado, palpable y audible, como te ansiaré ya por siempre.
La calle se torna oscura, renegrida en cuanto me acerco al barrio. Qué horrible es pisarlo de este modo: por hacer algo. Qué detestables ya son los días. Qué demoledoras son las noches. Qué horrendo es mirar a la derecha varias calles antes de poder descansar mi cuerpo al fin y redescubrir aquel macabro hallazgo.
Refulge allí, entre la oscuridad, una iglesia blanco hospital con negras rejas estilo San Quintín que no encierran, pues no son capaces, ni el dolor ni el aire ni nada más que a mis ojos y las lágrimas que no me abandonarán hasta que llegue la madrugada. Justo como cada otro día.
El mundo no sirve ya como coartada para reír. Ya no hago muecas a lo Harpo Marx ante el espejo. Que él, con toda su rabia de no verte me escupe un reflejo de ojos cerrados, hundidos, perdidos. Un reflejo que me duele, pues con mi rostro amalgama el tuyo. Dramática nostalgia que habrá de acompañarme hasta el fin. Y el fluir de esos recuerdos compartidos, adquiridos gestos y expresiones filtradas en mí a través de ti, mientras mi vida ha sido una fiesta de aprendizaje de vivir y reír y disfrutar. Sé que todos ellos me guiñarán el ojo izquierdo en tu lugar.
Te añoro. Te añoran mis ojos, mis manos, mis brazos, mis oídos y toda mi materia gris. Te añoran mis días y noches y tardes y madrugadas y todo cuanto viví junto a ti.
Te añoro, mi trinidad, mi madre, mi amiga, mi compañera de fatigas, mi inspiración, mi diccionario, mi enciclopedia, mi sacerdote, mi humorista… Te añoro.
Cada nuevo día es un múltiplo de días pasados en los que tenía la inconmensurable suerte de tenerte, bruñida rubia dulce, Diosa Talía de nuestro particular Olimpo de retales.
Cada nuevo día es un llorar encadenado, sepultado en mis lacrimales. Cada nuevo día es un vivir por hacer algo… hasta que sueño contigo y me recuerdas cuanto me enseñaste: hay que vivir riendo, que el llorar ya tiene su propio tiempo. No hay que regalarle ni un segundo más.
No hay que regalarle ni un segundo más.
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