¿Sabemos cómo recobrar la ilusión?
Sentir ilusión es importante para nuestra calidad de vida. En este texto reflexiono sobre ello y las formas para conseguir recobrarla. ¿Quieres conocerlas?
Algunos dicen que la vida es dura. Otros, que es bella. Yo digo que ambas cosas y que, de hecho, sin su dureza, quizá no alcanzáramos a ver la verdadera importancia y el verdadero alcance de esa belleza. Su profundidad, su dinamismo, su aroma.
En los momentos duros, oscuros o tristes, crear o recobrar la ilusión puede resultar una tarea casi imposible. Como tratar de llegar a un lugar en el que salvarse sin disponer de mapa ni de un buen sentido de la orientación. Sin tener claro si la opción de la salvación es realista o una simple quimera.
De forma misteriosa y abrupta, me encontré tiempo atrás, sin más, con que la ilusión parecía rehuirme. Ante eso, no pude sino desear recuperarla, con todas mis fuerzas. Y terminé por descubrir que todo aquello que no vive en el mundo material, sino que existe de forma etérea, no es tan sencillo de recuperar. Con las cosas materiales, una puede desandar lo andado, puede ir a comprar otra igual o incluso mejor sin mayor problema. Pueden prestarte otra, qué sé yo… Con las cosas intanglibles, aunque sí palpables, todo se torna más complicado. No puedes reponerlas a golpe de cartera. Y una vez las tienes, no puedes encerrarlas bajo siete llaves. Quizá porque haciéndolo podrías perder una preciosa oportunidad para bucear en ti mism@ de nuevo y descubrir o redescubrir tesoros.
Inmersa en mi desconcierto, me pregunté qué era la ilusión, dónde residía, cómo nacía… La ilusión es una esperanza vibrante, una luz que traspasa de tu interior a tus ojos, a tu rostro, a tus palabras, al soñar con algo que te parece terriblemente atractivo. ¿Dónde reside? Diría que en el alma, el corazón, en el reino de los sueños. ¿Cómo nace? Del interés positivo, de la sorpresa, de la magia, de la atracción.
Me resistía a pensar que estaba todo perdido por mi parte en lo que a ilusiones se refiere. Una no ha venido al mundo navegando en un alma materialista marcada, pero sí en una con facilidad para la fascinación. ¿Había perdido, pues, mi capacidad para fascinarme? ¿Era posible perder algo que forma intrínsecamente parte de aquello que es como si fuese tu lengua materna, tu alma, tu propio ser?
Intenté encontrar soluciones a este enigma, este dilema, y sólo hallaba más y más preguntas. Adoro las preguntas, las incógnitas. Así que me las reservé en la exclusiva zona de mi mente en la que acomodo los misterios que me gustaría resolver. Aquellos que disfruto desentrañando. Y continué con mi camino.
De pronto tuve la sensación de no saber hacia dónde iba, así que me paré. Me detuve y di una vuelta, lentísimamente. Tomándome el tiempo necesario para observar qué se encontraba a mí alrededor, cómo me hacía sentir, qué echaba en falta. Sentí como si me hubiesen abandonado en medio de una noche sin estrellas, en un bosque desconocido sin víveres ni agua. Fue una sensación profunda y momentanea, fugaz, pero caló de tal modo en mi interior, que no pude evitar dejarme poseer por ella y ver hacia dónde me portaba.
Me dejé llevar por esa sensación, como por una niña que me llevase de la mano en un sueño de ojos cerrados. Sin miedo a hundirme más, puesto que ya había descubierto en mí algo que podríamos llamar cualidad Ave Fénix, o con uno de mis recientes adoptados nombres: Resiliencia.
El miedo se torna en inquietud fugaz cuando descubres los recursos que se encuentran en ti, de forma perenne, por muy duro que sea el entorno o vacío parezca tu interior. Todo eso, la dureza externa, el vacío interior, no son sino impresiones que te sobrevienen sin más. Y, del mismo modo que vinieron sin ser invitadas, pueden marcharse sin decir adiós.
Descubrí entonces que había tomado la segunda decisión más importante de mi vida. Una decisión que, a menor escala, había tomado incesantes veces a lo largo de mi existencia: elegir la vida sobre el sopor, la sonrisa sobre enseñar dientes, el abrazo sobre un apretón de manos. Había decido cumplir con la palabra prometida a mis ángeles de la guarda, a la Rosa de antaño, a la Rosa que me encontraré al asomarme al espejo en unos años, sonriéndome orgullosa: me había decido a volver a vivir con ilusión, a ser feliz. Y como no tenía claro cómo serlo de forma efectiva, tuve que optar por el descarte.
Descarté todo aquello que no me ayudaba a sentirme bien: mirar en exceso al exterior buscando aquello que ya existía en mí. Dejar de agotarme con todo aquello que por mí misma no podía cambiar. Dejar de resistirme a la idea de que jamás sería quien no he venido a ser. Recordé que la vida siempre me ha sorprendido gratamente aquí y allá. De una forma más extensa o efímera, directa o subrepticiamente: sólo era cuestión de tiempo que volviera a hacerlo.
De modo que me decidí a dejar de buscar el amor complicado en los corazones dispares y recobrar el amor, la sonrisa al pensar en mis cualidades, en mis defectos, en mis tics vitales. Decidí dejar de ver como una amenaza aquello que no tenía aún y el transcurso trenqueante o relampagueante del tiempo; y empezar a contemplarlo justo como la oportunidad que es. Todo aquello que te falta, me digo ahora, no es carencia, sino posibilidad. En cualquier terreno vital.
Y así fue como, deshaciéndome de todo aquello que me pesaba en el alma (lo confesable, lo inconfesable y lo inapreciable), aceptando todo lo que hasta hacía bien poco había sido insostenible en mi mente, fui desenterrando viejas ilusiones a las que ni siquiera tuve que quitar el polvo. Puesto que tenían un esplendor mayor que nunca. Me reencontré con ellas como con aquellos viejos amigos para los que no existe ni la distancia ni el tiempo.
Pienso que para que la ilusión no vuelva a marchar de mi lado, o no terminen por volver a quedar enterrada jamás, nada mejor que mimarla como ella me mima a mí. Alumbrándome no sólo el camino sino a mí también, con una luz que emerge. Así la siento, a través de mis ojos, a través de las yemas de mis dedos, a través de mis sonrisas.
Tener a la ilusión y a mí misma como cita importantísima, adornada con corazoncitos y florecitas, en mi agenda diaria. O mejor aún: entrelazada ya por siempre con el aliento, el agua y el alimento. Debo admitir que sin ella puedo, podría vivir. Pero esa no es la vida que para mí quiero.
Y yo, como tú, soy la dueña, la emperatriz y la maga de este imperio que pienso llamar mi vida ilusionada. ¿Qué me dices? ¿Piensas tú también adueñarte de tu vida, reinar y llenar de magia tu existencia?
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